viernes, 21 de marzo de 2025

TORREMOCHA DEL CAMPO (Guadalajara)

 

LOS SEÑORES DE TORREMOCHA DEL CAMPO

Los Perlado Verdugo, entre Torremocha y Jadraque

 

   De no ser porque Torremocha del Campo es una hermosa población que se tiende hidalga en torno a su valle, dominado su horizonte por la Torre de Saviñán, el título podría pasar por el de un sainete al uso de los tiempos de Miguel Mihura o Jardiel Poncela, pero no. El título hace referencia a la hermosura que dominó esta parte del Tajuña y de la que salieron genios provinciales como don Bibiano Contreras, coleccionista de todo lo coleccionable.

   La Torremocha del Campo de hoy dista mucho de la que fue cuando don Bibiano nació, apenas echado a andar el siglo XIX. Por aquel entonces Torremocha era población de apenas media centena de vecinos, o lo que es lo mismo, algo más de ciento cincuenta habitantes; que son los mismos más o menos que suma al día de hoy, añadiéndosele sus pedanías de La Fuensaviñán, La Torresaviñán, Laranueva, Renales, Torrecuadrada de los Valles, y Navalpotro. Y es que estamos en tierras en las que la despoblación, por edad y otras faltas, avanza sin freno.

   Unos siglos atrás, cuando Torremocha del Campo dejó de ser de los obispos de Sigüenza para ser de don Juan Blas, el número de vecinos se mantenía, como lo haría a lo largo del tiempo, en aquel medio centenar de los inicios del siglo XIX.


 

 

Torremocha del Campo, y de los Obispos

    Extensas fueron las posesiones de los Obispos de Sigüenza, señores de aquella ciudad, su catedral y una parte del obispado, en sus cercanías. Los monarcas castellanos premiaron la fuerza de su mano al levantar la espada a la hora de la conquista de estas tierras dándoles la posesión de alguno de sus logros; y así fueron señores de unos pocos de los lugares, hoy poblaciones de sonoro nombre, que circundan la emblemática Sigüenza, desde Pozancos a Ures, pasando por Valdealmendras y arribando por aquí, por Torremocha, tierras linderas con las del ducado de Medinaceli, por un lado, y con las del Infantado por el otro; con la proximidad de un condado no menos poderoso, el del Cid, del Cardenal Mendoza y sus Señoríos en torno a Jadraque.

   No se conoce muy bien desde cuándo, si bien es sabido que ya por los inicios del siglo XIV, en 1308, estas tierras estaban bajo el dominio de don Simón Girón de Cisneros, a la sazón, obispo de Sigüenza, como sin duda lo estuvieron en el de sus antecesores, y lo continuaron estando después, hasta que la majestad de don Felipe II desamortizó los señoríos eclesiásticos apenas iniciado su reinado y sacó, como quien dice, a subasta pública, lo que a los obispos y otros grandes perteneció.

   Fue el caso de la mayor parte de los pueblos que formaron el señorío de los obispos, y tocado el turno que fue a Torremocha del Campo, el 19 de marzo de 1581, cuando don Felipe II se encontraba en Portugal, después de haber puesto sobre su cabeza la corona de aquel reino, en Tomar firmó los papeles por los que Torremocha dejaba de ser de los obispos, a cambio de algo así como 5.000 maravedíes de su tiempo, que debían de ser suficiente cantidad como para no quejarse demasiado, que tampoco les iba a servir de mucho.

 

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Juan Blas, Señor de Torremocha

   Don Juan Blas el Viejo, de la Casa de los Merino, vecino que fue de Jadraque, fue hijo de otro Juan Merino que llegó a la villa del Cid procedente de Pesquera de Ebro, en el burgalés valle de Sedano, por aquí comenzó a labrar su vida, después de que contrajese matrimonio con doña María Blas, natural que era de Jadraque, si bien una parte de la familia procedía de la soriana tierra de Ágreda. Unos y otros se encontraron al servicio de los condes del Cid, de don Rodrigo de Mendoza, Señor de la villa, alcanzando don Juan Blas el honroso cargo de Mayordomo de doña Mencía de Mendoza, cuando doña Mencía se convirtió en duquesa de Calabria tras su casamiento con don Fernando de Aragón. A don Juan Blas tocó el no menos honroso honor de renovar el castillo del Cid, o de Jadraque. para ponerlo en el orden que a doña Mencía gustó, muy a pesar de que la duquesa, tras su segundo matrimonio, apenas pisó estas tierras, cambiándolas por las de Valencia, como mujer del virrey que era de ellas.

   El 31 de julio de 1581, don Juan Blas comisionó en Jadraque a su hijo, don Pedro, para que tomase posesión de Torremocha, una vez que sus vecinos aceptaron al nuevo Señor.

   A don Juan Blas Merino sucedió en el señorío de Torremocha su hijo, habido don doña Juliana de Medrano, don Pedro Blas de Medrano, hombre del que la  historia únicamente nos dice que, a la hora de la muerte, en el año de gracia de 1633, contrajo matrimonio, in extremis, con una de sus criadas, gallega de nacimiento, María de Casares y Ocampo, de cuya unión vivía, nacida en 1628, una niña que se convirtió, a la muerte del padre, en Señora de Torremocha, doña Emerenciana Merino quien casó con don Juan Lícher, caballero de Santiago. Doña Emerenciana falleció en 1672 y el señorío quedó en posesión de su hijo, don Felipe Lícher quien, al fallecer sin descendencia directa, dejó el señorío de Torremocha en su sobrino don José Valentín Verdugo.

 

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Los Verdugo de Jadraque, señores de Torremocha

    Sin duda, son los Verdugo, de Oquendo o Beladíez, una de las familias más significativas del Jadraque de los siglos XVIII y siguientes, desde que poco antes de que mediase fuese cabeza de familia don Narciso Verdugo y Beladíez, quien entroncó con las más linajudas familias serranas, de Miedes y Atienza y, con toda probabilidad, mandó levantar en Jadraque la casa familiar de los Verdugo en la que, andado el tiempo, se alojaría el insigne don Gaspar Melchor de Jovellanos.

   Don Narciso Verdugo era ya señor de Torremocha en 1752, cobrando de sus vasallos, en tiempos de Navidad, doscientos reales, un carnero valorado en veinticinco, y dos cantarillas de miel, de media arroba cada una, valoradas en diez reales.

   Fue don Narciso Verdugo hombre de recto carácter y espíritu religioso; formó parte en la villa de su nacimiento de numerosas hermandades y cofradías, dejando en la iglesia parroquial parte de su memoria, como lo hizo en Atienza, en la iglesia de San Juan del Mercado, y en la fundación de la Cofradía del Sagrado Corazón en la Iglesia de la Trinidad. En Atienza casaron algunos de sus familiares, y de Atienza salió para Jadraque su sobrino, don Juan José Arias de Saavedra, quien habitaría la casona en unión de otros de los descendientes de don Narciso Verdugo, entre los que no han de faltar sus hijos, comenzando por don Joaquín Verdugo Leyzaur, su heredero universal, que lo sería también de don Juan José Arias de Saavedra, en lo económico y en lo político, pues la herencia le llegaba a don Joaquín Verdugo cuando los franceses del general Hugo asolaban esta tierra y don Joaquín tomaba el relevo de don Juan José Arias en la Junta de Defensa Provincial que, desde cualquier punto, ordenaba a don Juan Martín el Empecinado, atacar al invasor.

   El de Torremocha se perdería con el pasar el tiempo. Después de que las Cortes de Cádiz aboliesen los señoríos, y de que a don Joaquín Verdugo Lícher le sucediese su hijo, don Joaquín Verdugo y Verdugo.

   Y es que, lo miremos por donde lo miremos, cualquiera de nuestros pueblos tiene algo que contarnos, curioso y, en ocasiones, semejante a un sainete al estilo de Mihura o de Jardiel Poncela.

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 21 de marzo de 2025

 

 

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martes, 4 de marzo de 2025

PEÑALVER (Guadalajara)

 

 

SATURNINO EL MIELERO, Y LOS HUEVOS DE CERECEDA

Los mieleros, o meleros alcarreños, hicieron popular el producto en media España

 

 

   Pintado, era el apellido del Saturnino del título, uno de los mieleros de Peñalver más conocidos; de aquellos personajes que hicieron historia a lo largo del siglo XX, que fue en el que Saturnino Pintado se hizo hombre y falleció, cuentan que a consecuencia de un constipado o de una pulmonía, a las puertas del invierno de 1941, en la ciudad en la que se hizo famoso y que todavía lo recuerda como uno de esos personajes que se quedan pegados al paisaje, con su gorra, su orza de miel, sus alforjas, su romana y su voz, lanzando al aire su pregón: ¡Miel de la Alcarria! ¡De la Alcarria, miel!

   Bueno, Saturnino Pintado, el famoso Mielero de Peñalver, destacó, además de por la mercancía que llevó a su clientela del norte de España, por su estatura. La exagerada voz popular decía de él que, sin moverse de la acera, podía alcanzar a servir su producto a más de tres metros por encima de su cabeza. De ahí que se dijese por algunos lares lo de: ¡Eres más alto que Saturnino el Mielero!

 

 


 

Miel de la Alcarria

   Don José Feliú Codina, quien nació muy lejos de las tierras alcarreñas, puesto que era catalán de nacimiento, aumentó su popularidad con un drama en tres actos, estrenado el 8 de enero de 1895 en el Teatro de la Comedia de Madrid, al que puso por título “Miel de la Alcarria”. Su fama, que ya era grande desde que estrenase “La Dolores”, con aires de jota de Calatayud, se hizo si cabe más grande todavía, puesto que el drama de “Miel de la Alcarria” permaneció en la cartelera madrileña varios años seguidos, antes de salir a recorrer los escenarios de provincias. Su protagonista fue una de las principales actrices de aquellos tiempos, Carmen Cobeña; el escenario de la obra nuestra villa de Brihuega.

   Y es que, a través de la historia, ha sido Brihuega, a menos que se nos demuestre lo contrario, la población de la que más miel salió camino del mundo. Los productores de miel, en las propias tierras de la villa, y aledañas, se pueden contar por docenas, pues rara fue la población alcarreña en la que, en aquello de dar respuesta a las preguntas ordenadas para el establecimiento de la Única Contribución, mediado el siglo XVIII, no daban cuenta de que algún brihuego tenía establecido en el término su colmenar.

   Los brihuegos comerciaban con la miel de sus colmenas, y los mieleros a ellos se la adquirían. Mieleros cuyo comercio principal, mediado ya el siglo XIX, se centraba en Madrid. Por estas fechas se cuenta que ya eran decenas los paisanos que pregonaban la dulzura del producto, originarios mayoritariamente de Brihuega y Sacedón. Unos y otros se alojaban en las posadas de la calle del Mesón de Paredes, lo mismo que los muleteros de Maranchón lo hacían en las de la Cava Baja.

   Y no, no tenían buena fama por aquel tiempo los mieleros alcarreños, como vendedores ambulantes que eran, y es que por aquel tiempo las calles de Madrid se encontraban convertidas en un auténtico mercado de especies. A pesar de que los grandes literatos de la época nos pintasen a nuestro paisano el mielero como: económico, sobrio y trabajador, pues sólo así se concibe que viva con tan pequeña industria y hasta que haga algunos ahorros si los tiempos vienen bien.

   Y no, no sólo mieles vendían, también cargaban en sus alforjas algunos otros productos, más que nada, arrope, nueces y queso.

  

Los huevos de Cereceda

   Era Madrid, mediado el siglo XIX, en el que se arrastraban las modas y costumbres del anterior, un laberinto de gentes que llegadas de cualquier parte, acudían a la Corte a ganarse la vida, vendiendo los asturianos por las calles lo mejor de sus huertas: los nabos; o de sus montañas: los quesos. De Guadalajara también acudían los meloneros de la Campiña, en tiempo de melones; y se vendían por las calles, a diario, el pan de Marchamalo, de Horche o de sus alrededores, que gozaban de buena fama.

   También hubo pueblos que basaron su industria, o economía, en la venta ambulante. Pueblos cuyas tierras no daban otro rendimiento que el del sudor y trabajo.

   Entre aquellos pueblos que gozaron de comercio propio, poco conocido y de buen rendimiento, se encontró Cereceda, uno de esos hermosos pueblos de la Alcarria que hoy sobrevive a la despoblación y que en aquellos lejanos tiempos sobrevivió a base de iniciativa de la buena.

   La mayoría de sus gentes, en el siglo XVIII y posteriores, se dedicó a la arriería, a transportar el producto de sus campos, aceite y vino principalmente, a tierras levantinas, de Valencia y Alicante, y norteñas, de Bilbao y sus costas. Lo contaban los regidores y peritos encargados de dar respuesta a aquellos señores que llegaron a la población para ejecutar las averiguaciones a fin de establecer la nunca establecida Única Contribución; y se recogió en los Diccionarios que vieron la luz tiempo después:  Y como es este pueblo por lo poco que produce su terreno no puede por sí mantenerse, tiene tráfico en huevos para la Corte de Madrid comprando en su propio país como unas cinco o seis mil arrobas…; que hechas cuentas, a 11,5 kilos la arroba, y cincuenta gramos de media el huevo, salen unos cuantos kilos.

    Los arrieros de Cereceda llevaban a Valencia su aceite y regresaban con huevos y naranjas; de Bilbao con huevos y pescado, además de recorrer la sierra guadalajareña entera para adquirir el fruto de las gallinas que después ofertaban por las calles de Madrid, gozando, los huevos de Cereceda, de tanta o similar fama que la miel de la Alcarria, y su voz, tan popular: ¡Huevos de Cereceda!

 

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Saturnino Pintado, el Mielero de Peñalver

   Saturnino Pintado nació efectivamente en Peñalver, en torno a la década de 1880, cuando los mieleros de la localidad tomaron el relevo a tantos otros e hicieron de la población enseña en el producto a la hora de ofertarlo en la capital de España. Tanto que incluso Galdós se hizo eco de los mieleros alcarreños en alguna de sus obras.

   Ya eran muchos los vendedores que, tomando nota de nuestras gentes famosas, se vistieron como ellos: … le veréis con sus albarcas, calzón corto de burdo paño, inseparable chaleco y gorra o montera de piel, o bien un pañuelo liado a la cabeza. Añadid a esto las vasijas o recipientes donde lleva su mercancía; y si hiciere gran frío, cubrid las mangas de su camisa con una chaqueta de cuello recto del mismo género que el calzón y tendréis hecho, de una vez para siempre, el retrato exacto del Mielero; que escribió el Marqués de San Eloy, o don Benito Pérez Galdós, que tanto da. Y es que ya, por aquellos tiempos, se falsificaba la miel, y se falsificaban los mieleros.

   Saturnino Pintado anduvo vendiendo por Bilbao primero, Navarra después, y concluyó sus días en Vitoria. Por sus calles se le vio durante años, saliendo del callejón de Santa María del Cabello, donde tenía su almacén, para recorrer día a día las calles y vender cientos de kilos de auténtica miel de la Alcarria en cada temporada. Tanto se apegó al paisaje vitoriano que llegó incluso a ser protagonista en un partido de fútbol en Mendizorroza.

   Falleció, ya lo dijimos, a las puertas del invierno de 1941, y se quedó plasmado en el paisaje de la ciudad, tanto que hace pocos meses lo recordaban todavía con cariño, como lo recordaron en la prensa vitoriana al año de su ausencia: Saturnino Pintado, aquel Mielero alto y delgado. Tan nuestro se consideraba él también que con su afecto correspondía al nuestro, que hasta murió de un frío vitoriano… quizá pregonando aquello de: ¡Miel de la Alcarria! ¡De la Alcarria, miel!

   ¡Nobles y sencillas gentes de la castellana Alcarria”

  

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la Memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 6 de octubre de 2023

 

 


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viernes, 28 de febrero de 2025

ALMIRUETE (Guadalajara)

 

 

ALMIRUETE, ENTRE EL OCEJÓN Y LAS BOTARGAS

Su comparsa de Carnaval es una de las más peculiares de la provincia

 

   Don Juan de Dios Blas y Martín hizo popular en Madrid el nombre de Almiruete cuando la población apenas era conocida más allá del entorno del Ocejón, a cuyos pies se parece cobijar. Don Juan de Dios, quien fue mediado el siglo XIX Secretario de su Ayuntamiento, como antes lo fue su padre, dejó la aldea con el sueño de dedicarse a la literatura. Había descubierto con olfato de investigador, en apenas unos días, al autor del robo de las joyas de la iglesia parroquial; contó el sucedido con tintes de romance en su pueblo y alrededores, y, con esa carta de presentación salió del pueblo cargado de sueños.

 

 


 

 

 

   Algunos se cumplieron, mientras que otros quedaron en el arcón de los recuerdos.  Un día, cuando la edad doblaba sus costillas, en memoria de su mujer, Claudia Manada, de por aquí natural, dedicó a su pueblo una memoria para que no le olvidase. Reconstruyó la entonces ruinosa ermita de la Soledad; sobre su portada dejó la piedra grabada en la que podía leerse el porqué de ello y, para memoria de sus paisanos, en ella depositaba parte de su obra, para que en lo futuro, fuese conocida. Allí quedaron sus libros: los Cuentos de Viejo y las Maravillas de la creación; la Antigüedad de la fiesta de la Virgen de los Enebrales, las Conferencias de Arnaldo y Veremundo…, junto a una docena más. Muy a pesar de que don Juan de Dios no vivió, porque nunca lo pudo hacer, de la literatura, sino de un comercio que en el Madrid de la época se popularizó como uno de los más conocidos bazares madrileños: el de San Antonio, con su sucursal del de La Latina.

   Sucedía aquello, cuando don Juan de Dios dedicó la placa de reconstrucción de la ermita a su mujer y depositaba en ella su obra, el 22 de agosto de 1899. En un tiempo en el que, por las faldas del Ocejón, año a año, desde que la memoria se perdió en el tiempo, enmascarados y botargas parecían salir, en los duros días del invierno arropados por la nieve, de las entrañas de la montaña.

 

 


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Almiruete, en tiempos lejanos

   Nada que ver tienen que ver el silencio que hoy arropa a Almiruete, con el bullicio que acompañó su vida tiempo atrás. La población, hoy anexa a la hidalga villa de Tamajón, formó parte de la Tierra de Sepúlveda, de las provincias de Segovia y Burgos, en su partido de Aranda de Duero, antes de ser incluida, a partir de 1833, en la de Guadalajara.

   Los almiruetenses del pasado contaron en 1751 que la población se encontraba entonces sujeta a la jurisdicción de la Villa de Ayllón y sexmo o sexma de la Transierra, como Campillo de Ranas, Cantalojas o Villacadima. Comunidad de Tierra de Ayllón creada tras la Reconquista, a lo largo del siglo XII, y que pasó a pertenecer a los distintos señores de la villa de Ayllón, desde el Condestable don Álvaro de Luna, a quien le fue entregada hacía 1420, hasta Juan Pacheco, primer Marqués de Villena, en cuyos descendientes permaneció hasta la abolición de los señoríos, poco antes de que se incorporase a la provincia de Guadalajara, enmarcada dentro de la más que peculiar tierra de la arquitectura negra, donde la pizarra es reina de un entorno que hace que estos pueblos se asemejen a mágicas aldeas escapadas de uno cualquiera de los relatos de Juan de Dios Blas.

    Por aquí, mucho tiempo antes de que nuestro ilustre literato se convirtiese en autor de renombre, caminó Fr.  Mateo de la Fuente, que fue Abad mitrado fundador de la compañía de San Basilio; y en tierras de Córdoba, en Hornachuelos, se guarda su memoria como hombre de bien y vida de caridad, tanto que hasta Santa Teresa de Jesús habla de su obra y seguidores en su libro de las Fundaciones y cita al padre Mateo, cuyo cuerpo incorrupto, tras su muerte, fue trasladado a la iglesia del monasterio de Hornachuelos, en donde ha de encontrarse, como fundador que fue del que se tiene por monasterio de la orden de San Basilio de aquella localidad. Fray Mateo había nacido en Almiruete en 1524, concluyendo su vida en aquellos pagos cordobeses el 27 de agosto de 1575.

   Por aquellos tiempos, los del siglo XVI, Almiruete contaba con algo más de doscientos habitantes; los mismos, poco más o menos, con los que inició la andadura del siglo XX, muy a pesar de que las comodidades que el siglo comenzaba a dar en otros puntos parecían negarse en los confines de esta tierra, alejada de caminos principales, y prácticamente aislada del entorno, lo que haría que muchos de sus vecinos, como ya hiciese nuestro buen Juan de Dios, comenzasen a abandonar el terruño en busca de nuevos lares en los que ganarse el pan que, por aquí, era centenoso.

   A tal extremo llegaba su alejamiento que comenzando los años finales de la década de 1960, el 26 de marzo de 1968, uno de nuestros autores más significativos de aquel tiempo, Miguel Rodríguez Gutiérrez, quien en este Nueva Alcarria firmaba como Mirogu, escribía: “A la luz de un candil, la maestra nos va relatando las mil y una odisea que tiene que superar para ejercer su labor, por carecer de medios adecuados. Con ser esto importantísimo, no lo es tanto si tenemos en cuenta que cuando tiene necesidad de desplazarse a Guadalajara o Madrid, camina durante más de dos horas para enlazar con Tamajón, desde donde el ómnibus puede trasladarla a estas capitales”; y es que, ni luz ni carretera tuvo hasta la década de 1970.

 

Y su singular carnaval

   Celebró Almiruete numerosas festividades, como nos hacen ver los diferentes catastros, teniendo como patronos principales en tiempo pasado a San Sebastián, a quien celebraban en su ermita hasta que esta desapareció; y San Blas, fecha en la que solían salir sus hoy conocidas Botargas y Mascaritas. Ambas fiestas invernales, junto a Santa Águeda, que se celebró hasta bien avanzado el siglo XX en que la emigración erradicó muchas de sus antiguas costumbres.

   Cuenta la leyenda que tras la aparición de la Virgen de los Enebrales, tan celebrada y venerada en la comarca, a un cura que desde Almiruete marchaba hacía el Vado para oficiar la misa, y tras levantarse el santuario, al que los vecinos de Almiruete acudían con cierta frecuencia, se sucedieron milagros y peticiones que han quedado recogidas en la memoria cultural de la población.

   Leyendas que hablan de la apuesta que ciertos arrieros, camino de Almiruete, se hicieron por ver si las puertas del santuario, tradicionalmente abiertas, se cerraban o no, sin que a quien las cerrase le sucediera nada. Pues cuenta esa misma tradición que a quien las cierra, algo malo le sucederá. El valiente arriero que trató de ganar la apuesta del cierre se decidió a ello y cuando se disponía a hacerlo se le aparecieron dos grandes perros que le hicieron retroceder, perdiendo lo apostado.

   Claro está que, el apartamiento de caminos y el tesón de sus gentes, han preservado el entorno, y mantenido, hasta nuestros días, una de esas comparsas, de Mascaritas y Botargas que, por estos días invernales y carnavaleros, acuden a despertar los duendes dormidos de esta tierra, que despertaron en 1985 cuando, tras años sin hacerlo, las máscaras volvieron a salir a las calles de Almiruete. Máscaras que, como escribiese Epifanio Herranz Palazuelos: corretean las calles, a golpe de cencerro, con su disfraz colorista…

   Nada mejor que descubrirlo, y vivirlo, a los pies del Ocejón.

 

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la Memoria/ Peiródico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 28 de febrero de 2025

 


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